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Necesitamos estar de alguna manera
“ocupados”.
SOBRE RITOS Y CIGARRILLOS
Es común horrorizarse con historias de
sacrificios humanos entre los mayas u otros “pueblos
primitivos”. Formaban parte de esquemas religiosos para imponer,
temores de por medio, la estabilidad de sus sistemas sociales.
También molesta acordarse del “pan y circo” de la Antigua Roma,
incluidos luchas a muerte de gladiadores y variados sacrificios,
parte de un esquema para conservar a la
gente entretenida y “las cosas en su lugar”.
Para un cristiano o un judío ortodoxo –y con más razón para un racionalista
científico- son prácticas injustificables, inhumanas. Nuestra falta
de objetividad nos impide ver a nuestro
alrededor comportamientos humanos igualmente cuestionables.
Volviendo al ejemplo de lo que supuestamente pensaban en Roma,
parecería que los humanos –cada cual con sus valores, culturas
representativas de la época y de las circunstancias-
necesitamos estar de alguna manera
“ocupados”, en algo que nos mantenga entretenidos y nos
aleje de la idea de comernos al vecino o quitarle la mujer. La
magnitud y “calidad” de esas ocupaciones puede pensarse como medida
del desarrollo de las culturas, de su alejamiento del primitivismo.
En el Siglo XVI, los aztecas y otros pueblos americanos horrorizaron
a los conquistadores católicos españoles con sacrificios
desgarradores, arrancando corazones a decenas o quizás centenares de
individuos vivos. Eso justificó la matanza de cientos de miles de
nativos, así como heridas profundas en sus civilizaciones, todo en
nombre de un Dios más justo y para quien los sacrificios humanos son
injustificables, aunque las Cruzadas y ciertos episodios del Antiguo
Testamento parecerían desmentir esta afirmación.
Si de víctimas rituales se trata, en nuestra cultura actual más de
un ejemplo reclama respuesta divina. En general son pocos los
humanos que se horrorizan mientras ocurren. Es más,
para la inmensa mayoría resultará ridículo
considerarlos sacrificios, porque son muchos los que
están involucrados y es difícil ser objetivo en esas circunstancias.
Pensemos en la colectividad argentina a comienzos del Siglo XXI. Hoy
cualquiera sabe, o debería darse cuenta mirando a su alrededor, que
los fumadores de tabaco –una práctica generalizada que la publicidad
médica no logra hacer retroceder- viven
sensiblemente menos que los no atrapados en esa adicción.
Algunos estudios, en general hechos en comunidades con más recursos
estadísticos pero extrapolables a la nuestra, indican que
la expectativa de vida de los fumadores
sería entre 5 y 10 años menor, según los casos, que la de
los no fumadores. No son cifras para dejar pasar.
Es difícil negar que el fumar es un rito.
Evidentemente sirve para acompañar o tranquilizar al menos
momentáneamente. También, en muchos casos, es un camino de relación
social. Y hasta hay quien dice que es indispensable para escribir
creativamente y hasta para vehiculizar los intestinos rutinariamente
por las mañanas.
Pero, los fumadores se están muriendo fuera
de término. Están siendo
asesinados por la maquinaria ritual, falleciendo en
promedio bastante antes de lo que estadísticamente correspondería
por su evolución biológica, muchas veces acompañados por sufrimiento propio y
social.
Algunos especialistas calculan que hasta
40.000 argentinos son víctimas al año de esta limpieza
ritual fuera de tiempo. Independientemente de la exactitud de esta
cifra, los sacrificados a este particular
Dios del Consumo son infinitamente más numerosos que los
ejecutados por los mayas en nombre de sus dioses.
Como corresponde a la época, fumar es un
rito de consumo, de mercado, con formatos espirituales de diseño.
Los sacerdotes de esta religión son
gerentes de marketing de las empresas tabacaleras. Este hábito ritual debe ser
fomentado desde temprana edad, para que la adicción sea más
sostenida; mejor si la práctica es
inculcada de padres a hijos, que pueden respirar los
humos predisponentes desde la infancia.
No hay dudas, se trata de un rito permisivo, popular, colectivo o
individual según sea necesario. Es masivo:
fuma quizás la mitad de la población adulta;
pone su cuerpo para el sacrificio ritual
a cambio de una poco mensurable gratificación momentánea. Los
fumadores pasivos, mejor dicho involuntarios, también participan;
hasta 5.000 de ellos estarían entregando su
vida, por año, en nuestra Argentina de hoy.
Estos sacrificios prematuros no influyen en la selección natural,
para descartar a los más proclives a las adicciones, porque las
defunciones rara vez se producen antes de la edad reproductiva, si
bien hay fuertes indicios de que estas prácticas afectan la
fertilidad, la calidad del esperma y casi seguramente la virilidad
eréctil.
En la Argentina de estos últimos años se observa un crecimiento
espectacular de la proporción de ofrendas
femeninas por esta vía, mujeres jóvenes que en general comenzarán a morir dentro
de veinte o treinta años, luego de un acumulativo
deterioro de sus atributos femeninos. Es fácil ver el efecto que el
cigarrillo produce en sus caras, arrugas en todo el cuerpo y un
envejecimiento de la piel que no condice con la revalorización de la
juventud característica de la época.
“De algo hay que morir”, suelen
decir quienes ya están atrapados en la
maquinaria ritual y no saben, o no quieren, escapar.
Es como pensar que las víctimas de los sacrificios
mayas igual iban a morir pocos años después.
¿La autorización para fumar tabaco, su
legalidad, es garantía de estabilidad social? ¿Es una
necesidad? A lo largo de los últimos tiempos son muchos quienes
ven a la nicotina como un vehículo de
integración y al cáncer, u otras enfermedades mortales o
degradantes, como meros costos laterales.
De la misma manera que estamos condicionados a comer todo lo
posible, resabio de épocas pasadas cuando la supervivencia
alimenticia estaba siempre en peligro, también nuestra naturaleza
nos impulsa a la acción, la conquista, siempre a la “búsqueda de
algo”. Sólo a través de trances místicos -o bajo el efecto de
drogas- podemos paralizarnos, vivir vegetativamente como yoguis o
budistas. En general necesitamos estar ocupados. Por eso los
rituales. Por eso hemos necesitado construir catedrales en la Europa
medieval o maoís en la Isla de Pascua; por eso buscamos
oportunidades en los shoppings, o vivimos conectados a Internet y al
teléfono celular. No podemos estar sin hacer algo.
Cuando los caminos se cierran, para muchos queda la opción de
fumarse un faso. Es un poco como rezar, sirve para
desconectarse, para no pensar durante un rato, aunque pida a cambio
diez años de vida.
Negocios son negocios. Adelante con los faroles. Hasta la victoria
siempre. Amen.
EDUARDO
CALVO SANS
mar2010 |