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¿SALIR DE LA CONVERTIBILIDAD ENERGÉTICA?
La realidad reclama el fin
del despilfarro. ¿Se dará cuenta nuestra dirigencia? ¿Aprovecharemos
el momento para volvernos ambientalistas? Argentina necesita tomar
la delantera, como cuando encaró la reformulación de la deuda
externa. ¿Podremos “bajar un cambio” para salvar lo importante?
Eduardo
Calvo Sans
25jul2011
En estos
días, el debate político NO está
invitando a pensar en la cuestión
ambiental, prioritaria de ahora en más, una cuestión que gira
alrededor del uso y del mal uso de la energía. Esta
situación, este enfoque incompleto de la realidad, puede condenarnos
a un nuevo De la Rua incompetente, que todavía no se enteró qué
pasaba, y también nos vuelve vulnerables a infinitas conspiraciones
contra nuestras actuales autoridades.
Durante los
primeros años de este siglo, la sociedad argentina debió enfrentar
los costos de una difícil transición: la salida de la
convertibilidad dólar/peso. No fue fácil, fue cara, pero se pudo y
el proceso posterior fue de fuerte recuperación. Quedó claro que
no cualquiera podía comandar una etapa
traumática de esa naturaleza, manteniéndonos dentro del
marco democrático y sin caer en el atropello.
La fijación
de la paridad forzada dólar/peso sirvió durante los 90s para
mantener en funcionamiento un esquema económico en apariencia
estable. Los costos pagados por esa ficticia tranquilidad fueron,
como fue evidente ya antes del 2000, sumamente elevados. En
particular se incrementó la deuda externa nacional, obligando a
posteriores y audaces licuaciones para sobreponernos a esa
limitación por momentos terminal.
La etapa
económica posterior al 2003 se caracterizó por una nueva
estabilidad, basada ahora en disponer de
energía barata y a resguardo de las fluctuaciones de los precios
internacionales. Un elaborado esquema basado en
subsidios, dólar alto y oportunas
retenciones permitió un manejo brillante de la situación,
pero es incompatible con el futuro inmediato. Es imperativo pegar un
salto para salvar la situación y quedar posicionados para lo que
vendrá.
Todo estuvo
respaldado por escasas reservas de
hidrocarburos, que no se incrementaron porque
son pocos los yacimientos a ser encontrados
que tengan los rindes apetecibles a los que estamos mal
acostumbrados y a un manejo conspirativo
por parte de las empresas que a partir de los 90s
quedaron con el control de las explotaciones.
Todavía nos
queda la ventaja de disponer de suculentos
excedentes comerciales, fruto de un dólar competitivo y
de la alta cotización internacional de la soja transgénica, para ir
comprando crecientes partidas de petróleo y gas requeridas para
cubrir nuestras necesidades. Lo primero que
faltó fue gasoil, luego gas y ahora comienza el drama de la nafta.
Un manejo político correcto permitió hasta ahora ir salvando las
dificultades; pero, ¿hasta cuándo?
Las
retenciones aplicadas a exportaciones claves, particularmente a la
soja, que sirven para afrontar por ahora con solvencia la situación
y –al mismo tiempo- mantener un elevado nivel de actividad
económica, son peligrosamente cuestionadas por
sectores económicos poderosos, aliados de los medios monopólicos
de comunicación.
El actual
nivel de actividad económica se ha logrado en gran parte a partir de
la BURBUJA AUTOMOTRIZ. Los
niveles productivos de esa industria son notables, yo diría que
insostenibles. Puede argumentarse que tienen un significativo
componente de exportación, pero –dentro del esquema de globalización
de la producción automotriz- las importaciones son también muy
elevadas.
El tiempo se acaba.
Los automóviles saturan nuestras rutas y calles. Han disminuido las
bocas de venta de nafta; con el control forzado del precio de los
combustibles, las estaciones de servicio dejaron de ser atractivos
negocios. Aún disponiendo de petróleo importado, como consecuencia
de la falta de inversiones, las destilerías –aunque quisieran- por
ahora no pueden cubrir las necesidades de un
mercado interno con síndrome de abstinencia de
nafta.
Las papas
queman. El automóvil se ha vuelto un valor
indiscutido de satisfacción social. Pocos, casi nadie,
reclaman en la Argentina baja cilindrada, menor consumo. No existe
producción nacional de vehículos económicos de 1 litro o menos, y
tampoco se consiguen importados, porque nadie tendría interés en
comprarlos.
El agotamiento del petróleo barato nos llega antes
que al mundo. A todos les pasará
lo mismo en poco tiempo, poniendo límites categóricos
a la obligación de crecimiento permanente
que nos impone la mentalidad consumista universalmente instalada.
Esta situación puede verse como una ventaja
porque nos abre la posibilidad de adoptar antes, con tiempo,
caminos de transición más graduales, aprovechando que tenemos
temporariamente, gracias a la soja, recursos para ir comprando lo
que nos falte.
Aunque esté
de moda la energía eólica, aunque las ferias de automóviles jueguen
a mostrar modelos híbridos o eléctricos, la verdad es que
el mundo –bajo el comando de la cultura
occidental consumista- funciona a petróleo y no está
dispuesto a detener su crecimiento por nada. Los chinos dicen que
tienen derecho porque arrancaron de muy abajo y todos los pueblos
subdesarrollados pueden argumentar lo mismo. En este contexto,
difícil de modificar sin elevados costos
sociales, el petróleo debería valer cada vez más, mucho
más. Así lo temen los poderosos; no vacilan en enviar tropas donde
haga falta para que a nadie se le ocurra cambiar el actual orden.
La Argentina necesita tomar nuevamente la delantera,
como cuando encaró la reformulación de la deuda externa, adoptar
antes que los otros países caminos alternativos, entre otras cosas
porque no puede renunciar al crecimiento,
necesario para cubrir desigualdades sociales cada día más
insoportables. Para eso necesitamos
un estado fuerte, con un gobierno capaz de
enfrentar a los intereses poderosos y
también a nuestra pobreza individual de ideas.
La
experiencia de la convertibilidad dólar/peso muestra que
no se pueden dejar estas transiciones al
“juego de los mercados”, como reclama la moda neoliberal.
El éxito alcanzado con técnicas poco ortodoxas marca un camino.
También es evidente que los políticos
tibios, muchas veces principistas, no pueden con situaciones de esta
naturaleza. Nuevamente
necesitamos audacia y creatividad. El enemigo está por
todas partes, también en nuestro interior –en
nuestra naturaleza consumista.
No es un
mero ajuste de tarifas lo que necesitamos; sólo serviría para
alimentar las arcas de los depredadores y no para respaldar
verdaderos intereses nacionales. Mucho menos para pensar el cambio
en términos ambientales; no se puede dejar que el interés privado,
inevitablemente de corto plazo, defina cuestiones de trascendencia.
Deberíamos
buscar una verdadera política energética de
estado con ideología ambientalista y popular. Está en
juego el conjunto de la sociedad, no la satisfacción de quienes
manejamos automóviles ilógicamente potentes y muchísimas veces sin
ningún acompañante para amortizar el consumo de combustible.
El
bienestar, y hasta la supervivencia, de las futuras generaciones, la
de nuestros hijos, sólo será posible con
una cultura alejada del despilfarro energético. El manejo
racional de los recursos es un paso indispensable en esa dirección.
A los argentinos nos llegó el momento; ¿se
darán cuenta nuestros dirigentes?; ¿podremos “bajar un
cambio” para salvar lo importante”?
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